domingo, 23 de mayo de 2010

Un logro histórico, una magistral obra de cine


"1. Démolition d´un mur es un film de poco más de un minuto y medio que Louis Lumière rueda en la fábrica Lumière de Monplaisir a comienzos de 1896. Su primera proyección pública tuvo lugar el nueve de marzo de ese mismo año. Como otras tantas de las vistas animadas que los célebres hermanos rodaron por esas fechas, aquí vemos el desarrollo de una acción en la que Auguste Lumière se reserva el papel de capataz al dirigir a unos obreros en la faena de derribo. Dicha acción tan sólo dura cuarenta y cuatro segundos. El metraje del film se prolonga, hasta llegar a un minuto y treinta y dos segundos, con la repetición de un gesto que, al parecer, tenía lugar –con gran regocijo del público- durante las primeras exhibiciones: el proyeccionista accionaba al revés la manivela del aparato y el muro se elevaba de nuevo entre el polvo de su misma caída. Tal vez nos encontramos ante el primer truco de la historia del cine, surgido de su propia naturaleza como espectáculo. Arte del tiempo y de su transcurso, éste podía ser manipulado y originar inopinados cambios perceptivos en los espectadores. Sabemos el partido que Georges Méliès extrajo de esta específica singularidad del cinematógrafo, pero nos interesa más poner de relieve un aspecto de la invención de los Lumière que complementa al que acabamos de señalar. En el curso del tiempo de las imágenes, éstas también podían ser fijadas y esos “fragmentos embalsamados” de tiempo a los que alude André Bazin fueron ya intuidos, más de cincuenta años antes, en las crónicas de la primera sesión de cine. Leemos en el periódico La Poste del treinta de diciembre de 1895: “Cuando todos puedan fotografiar a los seres queridos no ya en su forma inmóvil, sino en su movimiento, en su acción, en sus gestos familiares, con la palabra al filo de los labios, la muerte dejará de ser absoluta.”

2. La melancólica observación del anónimo cronista de La Poste nos hablaba de una vocación implícita del cine por practicar una suerte de redención del tiempo: al fijar el momento en la intensidad misma de su vivencia nos liberamos, pasajeramente, de la implacable condena del fluir temporal que a todos nos somete. Fincher inscribe, en el arranque mismo de su film, el alucinado gesto de Mr. Gateau que construye un reloj cuyas manecillas funcionan al revés, invirtiendo el paso del tiempo y así poder resucitar a “…las víctimas de la Historia”, como señala Carlos Losilla. [2] Cuando vemos a los soldados de la Primera Guerra Mundial retroceder en su acción bélica, volviendo así de nuevo a la vida, asistimos a la perfecta simbiosis de un mito de los orígenes del cine trascendido en su mecánica por la emoción, también fundadora, de la pertinente reescritura del melodrama clásico que el film pone en pie. Y una reescritura compleja en tanto descentrada de la operación de sentido fundadora del género: la reminiscencia del pasado en el presente puesta de manifiesto en la irradiación melancólica del objeto a través del punto de vista del sujeto que lo contempla. [3] La ficción de El curioso caso de Benjamin Button pone en escena un acto enunciativo – la lectura del Diario del protagonista- que se conjuga en el presente mismo de su enunciación: Caroline lee dicho Diario a su madre agonizante en un hospital de Nueva Orleans y que es, en principio, la destinataria de su escritura. El espectador irá sabiendo, en el desarrollo de esa lectura, hasta qué punto Caroline se encuentra también implicada en la misma. Y los solapamientos/desplazamientos de las voces narrativas (Benjamin que escribe en 1985, Caroline que lo lee en 2005) atesoran más de una emoción en un film pródigo en ellas. Dice Eliot en el arranque del primero de sus Four Quartets (“Burnt Norton”): “Si todo tiempo es eternamente presente/ Todo tiempo es irredimible”. [4] David Fincher y su guionista, Eric Roth demuestran tener una clara vocación proustiana: conquistar el tiempo a través de la alquimia operada por la experiencia artística y que nada tiene que ver con el autocompasivo cáncer de la nostalgia sino con la exacta e implacable precisión de la memoria.



3. Samuel Beckett sintetiza, en una contundente imagen alegórica, el destino del ser humano en la tierra: la madre que da a luz en el borde mismo de una abierta fosa fúnebre. Toda la tradición de la filosofía existencial nos demuestra hasta qué punto el efímero itinerario del hombre -ese Ser para la muerte heideggeriano- en el mundo queda compensado (¿?) por la lucidez de la experiencia adquirida. La infancia de Button transcurre en un asilo donde las vidas se apagan y la tarde es como una tregua melancólica. La experiencia de la muerte marca el tránsito del niño-viejo Benjamin al maduro-joven-adolescente. Su deambular por el mundo puede asimilarse a una novela de aprendizaje, un Bildungsroman en la tradición que Goethe inaugurara en su Wilhelm Meister, tantas veces seguida por el cine. Y los personajes que se encuentra y le cuentan sus historias tienen una ejemplar densidad novelesca, como ese londoniano Capitán Mike (Jared Harris en estado de gracia), artista de su propio cuerpo o esa mujer, en el otoño de la vida, que al acariciar el rostro de Benjamin percibe el aire de todos los océanos que lo han curtido. En su desaprendizaje del tiempo, el protagonista, paradójicamente, adquiere un saber del relato que se manifiesta y culmina en la narración del accidente de Daisy. El acto narrativo se pone aquí en escena manifestando toda la combinatoria de sus posibilidades, todos sus efectos de omnisciencia, a través de la lógica causa- efecto del montaje clásico. El resultado no es tan sólo de una gran brillantez- pocas veces nos es dado ver en cine algo parecido- sino también revelador de una dimensión metaficcional que nos invita “…a la reinvención del relato”. [5] En contrapartida, el relato del anciano que cuenta las siete veces que le cayó un rayo encima se nos muestra en tomas unipuntuales de formato cuadrado y en blanco y negro, asimilables al cine de los orígenes: un saber tan repetitivo como el gesto formal de su narración.

4. Detener el momento en la hermosura de su plenitud –rumores de un hotel solitario a altas horas de la noche, el gesto congelado de una bailarina en el escenario- es placer cansado. Y prolongar en los hijos el amor que se ha experimentado hacia su madre es algo que al protagonista le está vedado. La siniestra aparición de un Benjamin adolescente, tan sólo unos años mayor que su propia hija, ubica a la ya madura Daisy –pese al correlato perverso que supone irse a la cama con un menor- en el ingrato papel de Wendy en el capítulo final de Peter Pan. La paternidad como hecho imposible es el tema que subyace en este film de agónica belleza. Ya presente, por metonimia, en los logos de las dos productoras que lo han financiado -Warner y Paramount son aquí mosaicos de botones- alcanza su mayor patetismo en el gesto del hijo llevando al padre a hombros, como hiciera Eneas con el suyo huyendo del incendio de Troya, emblema clásico de la pietas latina, para que contemple su último amanecer desde el embarcadero. Más tarde (¿o más pronto?) será en ese mismo lugar donde Benjamin cobre conciencia, junto a Daisy, del insondable vértigo que supone desear amarla para siempre.



5. El último plano del film nos muestra el reloj de Mr. Gateau, que sigue marchando al revés, mientras la inundación provocada por el huracán Katrina invade y anega todo. No puede obviarse esta profunda dimensión simbólica del film y Gonzalo de Pedro la describe así en una posdata política a su ya mencionada reseña de Cahiers España : “…Frente a la idea tan extendida (en parte por el cine y la literatura) de Estados Unidos como un país por inventar, Fincher propone la lectura contraria: la de un país nacido viejo, con arrugas y traumas, que necesita dar marcha atrás al reloj para reinventarse…El tiempo del ‘presente’ en la película es, y de nuevo no puede ser casualidad, el del día en que el huracán Katrina arrasó Nueva Orleáns. Y mientras descubrimos la historia inversa de Benjamin Button, tras las ventanas se desata el infierno: la catarsis, la lluvia capaz de limpiar y aniquilar para empezar de cero. La metáfora política es más que evidente: un hombre que personaliza el cambio y un cierre apocalíptico pero reparador”. Por su capacidad de aludir, al mismo tiempo, a sus mecanismos engendradores de sentido y al tiempo histórico en el que éstos se manifiestan -el deseado fin de la era Bush- El curioso caso de Benjamin Button destaca con luz propia en el actual panorama cinematográfico."

(Juan Miguel Company, profesor titular de la Comunicación Audiovisual en la Universidad de Valencia y crítico de cine)

No hay comentarios:

Publicar un comentario